Crónicas
Aquí encontrarás algunos escritos, cuentos cortos y quién sabe qué cosas mas
La araña
Cuando me metí en el tren, en la estación de Naturkundemuseum, eran las ocho de la mañana y los metros iban abarrotados de gente soñolienta y taciturna. Me quedé parado cerca de la puerta, una mano aferrada al tubo, la otra agarrando un libro y un ojo puesto en los asientos más cercanos.
Tan pronto nos pusimos en movimiento, noté que, justo sobre la ventana que me quedaba más cerca –a algo más de medio metro de la puerta– se expandía una tenue tela de araña. No era grande, costaba trabajo verla. Los hilos de la red eran finísimos y dos de sus puntos de anclaje estaban asentados en la rejilla de aluminio que cubre las lámparas que iluminan, con esa luz lechosa y triste, los coches de los trenes. Se notaba que hacía muy poco que la propietaria la había tejido en ese lugar con hebras de tersa seda. Me pareció un lugar bastante absurdo para armar una emboscada a presuntos insectos.
Mi interés en la tela decayó cuando noté que una joven de cabello rojo fuego daba señales claras de que abandonaba su puesto justo bajo la telaraña. Teniendo en cuenta que había poco espacio para moverme, me preparé para tomar por asalto el asiento que se quedaría libre. Di un par de pasos en esa dirección, siempre atento, tenso como una cuerda de arco. Previendo que alguien quisiera adelantarse a mis intenciones, me coloqué de lado al flujo humano que se disponía a bajarse, así podía dejarlos pasar y meterme en el sitio mínimo que quedaría libre entre la joven y yo. Mientras la pelirroja se sacaba los audífonos de los oídos, acomodaba su cartera bajo el brazo y se impulsaba hacia arriba para pararse, yo descontaba poco a poco, centímetro a centímetro, la distancia entre mi cuerpo y mi destino, moviéndome al ritmo del paso de la gente y susurrando un: “disculpen, disculpen, perdón” por cada codazo que daba y focalizando mi objetivo como si fuera lo último que fuera a hacer bien en mi vida.
En ese momento, justo cuando entre la pelirroja y yo no quedaba mucho más que el espacio de un suspiro, una mujerona exuberante, con un portapliegos enorme, abrigo de falso zorro y exageradamente maquillada aprovechó la oportunidad y se metió en cuña entre nosotros.
La verdad es que la vi cuando ya era muy tarde. Simplemente la mujer, aunque peor posicionada que yo, tenía mis mismas intenciones y mucho menos miramientos. Usando su exagerada geometría como ariete, empujó a la pelirroja hacia la salida y a mí sobre la gente que estaba a mis espaldas.
Cuando aposentó su enorme culo, me miró y me sonrió, como si fuera una chiquilla a la que hubieran pillado fumando a escondidas. Mantuve a duras penas la compostura porque la rabia quería salir a chorros por mi nariz. Me esperaban treinta y cinco minutos de monotonía y empellones en aquel pasillo lleno de gente que exudaba un tufo a perro mojado que provocaba escozor hasta en los ojos. Arrugué mi frente, lancé un suspiro de fastidio para recomponer mi maltratada dignidad y me preparé, contando hasta diez, a viajar de pie.
Para descongestionarme, volví a mirar la tela de araña y pude notar, con no poca sorpresa, que de alguna forma había alterado sus ángulos. Solo que no estaba completamente seguro, porque al animalillo no se le veía por ningún lado y la luz podía estar jugándome una mala pasada, ocultando o mostrando detalles que antes me pasaron por alto.
En la estación de Fiedrichstrasse, un nudo importante donde se interconectan varias rutas y sube y baja mucha gente, se me presentó una segunda oportunidad de sentarme. Por esas casualidades de la vida, fue frente a la mujeruca que me había arrebatado el puesto. Ahora solo nos separaba el estrecho pasillo. La miré con rabia, pero ella no lo notó o simplemente lo ignoró. La bruja estaba atareada con su teléfono, dándole dedazos a la pantalla.
El espacio entre nosotros se llenó enseguida de cuerpos oscuros, contritos y silenciosos y, gracias a eso, la perdí de vista. Me acomodé, decidido a olvidar el asunto y entonces noté que a mi lado viajaba un hombre de mediana edad, de largo abrigo gris y guantes de cuero a juego, que leía el diario como la mayoría, ajeno a todo. No pude reprimir el deseo de curiosear en su lectura y mi mirada se paseó sobre un pequeño artículo que tapaba parcialmente con uno de sus dedos. El titular decía: “Una araña venenosa del Amazonas se escapa de los laboratorios del Museo de Ciencias Naturales de Berlín” y bajo el encabezamiento se leía que, según informaban los especialistas en toxicología de la entidad, la araña, que es de color rojo oscuro y no mide más de diez milímetros de largo, incluyendo sus patas, será muy difícil de encontrar y aislar por su aspecto y tamaño de arácnido común.
Las esperanzas de los entomólogos era que el arácnido se refugiará en algún rincón oscuro o en algún armario poco utilizado del laboratorio antes de que el personal de limpieza, intencionalmente o no, lo destripara de un pisotón o absorbiera con alguna aspiradora. Añadían que, si bien su veneno era capaz de matar a un caballo en minutos, “no es probable que la araña escape de las instalaciones, porque con las temperaturas tan frías en el exterior, moriría en pocas horas”.
Entonces el tren de detuvo en Stadtmitte y el pasillo donde se apretujaban de forma inmisericorde los pasajeros se despejó, dejándome otra vez frente a la mujer. Ella seguía ahí, tan cómoda, apachurrando a la anciana que llevaba a su lado y hablando en largas ráfagas por su móvil como una cacatúa histérica.
Aproveché la oportunidad para observar la red, esa red mínima de frágil trinque creada por un minúsculo equilibrista de ocho patas, que estaba tan cerca de la puerta del vagón, justo sobre el asiento que yo quería ocupar para completar mi viaje a la cotidianidad lo más cómodo posible. Me fijé que la tela se había ampliado ostensiblemente a izquierda y derecha y una araña, de color marrón o ¿tal vez rojo oscuro?, –la luz lechosa y triste suele traicionar la vista–, pequeña, pequeñísima, se dejada caer despacio mientras segregaba de su vientre un hijo de seda brillante. ¿A dónde iba? Me pregunté mientras mi mirada seguía su suave y silencioso descender. ¿En dirección al cuello de la mujer, o tal vez al amplio abrigo de piel de falso zorro? ¿Quizás buscando un rincón oscuro y cálido donde acurrucarse?
No puedo negar que un cierto sobresalto me llevó a mirar una y otra vez los arabescos de la tela y al insecto y claro, también a la mujeruca. Pero recordando el empujón, el codazo artero y su cínica risita de adolescente atrapada en falta, llegué a la conclusión que lo más adecuado y placentero para mí era, abrir mi libro y retomar la lectura que había dejado pendiente mientras consumaba mi monótono viaje a la cotidianidad tan cómodo como era posible.
Berlín 31/11/16
Tan pronto nos pusimos en movimiento, noté que, justo sobre la ventana que me quedaba más cerca –a algo más de medio metro de la puerta– se expandía una tenue tela de araña. No era grande, costaba trabajo verla. Los hilos de la red eran finísimos y dos de sus puntos de anclaje estaban asentados en la rejilla de aluminio que cubre las lámparas que iluminan, con esa luz lechosa y triste, los coches de los trenes. Se notaba que hacía muy poco que la propietaria la había tejido en ese lugar con hebras de tersa seda. Me pareció un lugar bastante absurdo para armar una emboscada a presuntos insectos.
Mi interés en la tela decayó cuando noté que una joven de cabello rojo fuego daba señales claras de que abandonaba su puesto justo bajo la telaraña. Teniendo en cuenta que había poco espacio para moverme, me preparé para tomar por asalto el asiento que se quedaría libre. Di un par de pasos en esa dirección, siempre atento, tenso como una cuerda de arco. Previendo que alguien quisiera adelantarse a mis intenciones, me coloqué de lado al flujo humano que se disponía a bajarse, así podía dejarlos pasar y meterme en el sitio mínimo que quedaría libre entre la joven y yo. Mientras la pelirroja se sacaba los audífonos de los oídos, acomodaba su cartera bajo el brazo y se impulsaba hacia arriba para pararse, yo descontaba poco a poco, centímetro a centímetro, la distancia entre mi cuerpo y mi destino, moviéndome al ritmo del paso de la gente y susurrando un: “disculpen, disculpen, perdón” por cada codazo que daba y focalizando mi objetivo como si fuera lo último que fuera a hacer bien en mi vida.
En ese momento, justo cuando entre la pelirroja y yo no quedaba mucho más que el espacio de un suspiro, una mujerona exuberante, con un portapliegos enorme, abrigo de falso zorro y exageradamente maquillada aprovechó la oportunidad y se metió en cuña entre nosotros.
La verdad es que la vi cuando ya era muy tarde. Simplemente la mujer, aunque peor posicionada que yo, tenía mis mismas intenciones y mucho menos miramientos. Usando su exagerada geometría como ariete, empujó a la pelirroja hacia la salida y a mí sobre la gente que estaba a mis espaldas.
Cuando aposentó su enorme culo, me miró y me sonrió, como si fuera una chiquilla a la que hubieran pillado fumando a escondidas. Mantuve a duras penas la compostura porque la rabia quería salir a chorros por mi nariz. Me esperaban treinta y cinco minutos de monotonía y empellones en aquel pasillo lleno de gente que exudaba un tufo a perro mojado que provocaba escozor hasta en los ojos. Arrugué mi frente, lancé un suspiro de fastidio para recomponer mi maltratada dignidad y me preparé, contando hasta diez, a viajar de pie.
Para descongestionarme, volví a mirar la tela de araña y pude notar, con no poca sorpresa, que de alguna forma había alterado sus ángulos. Solo que no estaba completamente seguro, porque al animalillo no se le veía por ningún lado y la luz podía estar jugándome una mala pasada, ocultando o mostrando detalles que antes me pasaron por alto.
En la estación de Fiedrichstrasse, un nudo importante donde se interconectan varias rutas y sube y baja mucha gente, se me presentó una segunda oportunidad de sentarme. Por esas casualidades de la vida, fue frente a la mujeruca que me había arrebatado el puesto. Ahora solo nos separaba el estrecho pasillo. La miré con rabia, pero ella no lo notó o simplemente lo ignoró. La bruja estaba atareada con su teléfono, dándole dedazos a la pantalla.
El espacio entre nosotros se llenó enseguida de cuerpos oscuros, contritos y silenciosos y, gracias a eso, la perdí de vista. Me acomodé, decidido a olvidar el asunto y entonces noté que a mi lado viajaba un hombre de mediana edad, de largo abrigo gris y guantes de cuero a juego, que leía el diario como la mayoría, ajeno a todo. No pude reprimir el deseo de curiosear en su lectura y mi mirada se paseó sobre un pequeño artículo que tapaba parcialmente con uno de sus dedos. El titular decía: “Una araña venenosa del Amazonas se escapa de los laboratorios del Museo de Ciencias Naturales de Berlín” y bajo el encabezamiento se leía que, según informaban los especialistas en toxicología de la entidad, la araña, que es de color rojo oscuro y no mide más de diez milímetros de largo, incluyendo sus patas, será muy difícil de encontrar y aislar por su aspecto y tamaño de arácnido común.
Las esperanzas de los entomólogos era que el arácnido se refugiará en algún rincón oscuro o en algún armario poco utilizado del laboratorio antes de que el personal de limpieza, intencionalmente o no, lo destripara de un pisotón o absorbiera con alguna aspiradora. Añadían que, si bien su veneno era capaz de matar a un caballo en minutos, “no es probable que la araña escape de las instalaciones, porque con las temperaturas tan frías en el exterior, moriría en pocas horas”.
Entonces el tren de detuvo en Stadtmitte y el pasillo donde se apretujaban de forma inmisericorde los pasajeros se despejó, dejándome otra vez frente a la mujer. Ella seguía ahí, tan cómoda, apachurrando a la anciana que llevaba a su lado y hablando en largas ráfagas por su móvil como una cacatúa histérica.
Aproveché la oportunidad para observar la red, esa red mínima de frágil trinque creada por un minúsculo equilibrista de ocho patas, que estaba tan cerca de la puerta del vagón, justo sobre el asiento que yo quería ocupar para completar mi viaje a la cotidianidad lo más cómodo posible. Me fijé que la tela se había ampliado ostensiblemente a izquierda y derecha y una araña, de color marrón o ¿tal vez rojo oscuro?, –la luz lechosa y triste suele traicionar la vista–, pequeña, pequeñísima, se dejada caer despacio mientras segregaba de su vientre un hijo de seda brillante. ¿A dónde iba? Me pregunté mientras mi mirada seguía su suave y silencioso descender. ¿En dirección al cuello de la mujer, o tal vez al amplio abrigo de piel de falso zorro? ¿Quizás buscando un rincón oscuro y cálido donde acurrucarse?
No puedo negar que un cierto sobresalto me llevó a mirar una y otra vez los arabescos de la tela y al insecto y claro, también a la mujeruca. Pero recordando el empujón, el codazo artero y su cínica risita de adolescente atrapada en falta, llegué a la conclusión que lo más adecuado y placentero para mí era, abrir mi libro y retomar la lectura que había dejado pendiente mientras consumaba mi monótono viaje a la cotidianidad tan cómodo como era posible.
Berlín 31/11/16
Toda la noche se oyeron pasar pájaros
El olor. Lo primero es el olor. Fue lo que me despertó y no las sacudidas nerviosas del andaluz. Por eso no me asustaron sus ojos muy abiertos, brillando en la oscuridad mientras me decía:
–¡Levántese, levántese usted, que tiene que ver esto!
Su mano húmeda y temblorosa me trasmitió lo que mis ojos no veían. Algo grande estaba pasando y tenía que estar ahora mismo arriba, para vivirlo.
Cuando subí a cubierta el golpe de aire me sacudió. Una ráfaga de viento tibio, como el del verano que era imposible tener, me despeinó y arrancó una sonrisa loca de los labios cuarteados de mi ayudante. Negando con la cabeza, exclamo:
–¡No puede ser!
Lo que parece ser el lomo de una ballena asoma del agua que brilla como si estuviera cubierta de cristales, para perderse otra vez en ella sin provocar el menor ruido. La aparición me clava al suelo. La boca se me seca. Manchones de un glauco oscuro que nunca antes vi, flotan a nuestro alrededor. Trozos de madera ennegrecida y brillante y ramas de arboles con hojas de formas nuevas son arrastrados a nuestro paso.
Él, entrecerrando los ojos, con un hilo de baba corriéndole en dirección a la enmarañada barba:
–Nos acercamos a las puertas del infierno, mi señor…
Lo miro fijo a sus ojos desbordados por la más profunda certeza y le respondo:
–No digas sandeces, andaluz.
Él baja la cabeza y siento como me lanza una mirada sesgada. Me da igual, ahora mismo tengo que luchar contra algo más fuerte que su resentimiento.
Ese aroma. ¡No hay otro igual! Mi olfato se esfuerza por identificarlo con algo conocido, pero es imposible en estos lugares y horas. Solo tengo una referencia y a ella me aferro. Sé que es octubre, pero huele a abril. O por lo menos es a lo que más me recuerda. El mes de abril en mi tierra, donde las flores desatan su lujuria y los abejorros negros zumban alocados empolvorados de polen amarillo.
Si no estuviera en el océano diría que es un río lo que recorro. El aire es dulce y fluye a rachas suaves como una caricia. Ayer en la tarde, cuando el sol se ahogaba rojo en el mar magenta, hice sacar del agua un puñado de hierba de un verde desesperado que llegó empujada por la corriente hasta nosotros y que no sé de donde viene. Es como si hubiera nacido de la nada. Porque estamos en el medio de la nada… La olí y me estremecí. Su perfume exótico se impuso al de la sal marina. Era sobrecogedor. Lloré.
Después me sorprendió el silencio. Parece que el tiempo se detuvo. Es un silencio ilusorio, porque no se escucha voz alguna. Los pasos de los marineros de guardia, no hacen gemir a las tablas de cubierta, pero el resto del maderamen cruje, las jarcias suspiran y por primera vez escucho a las ratas nerviosas removerse en sus escondijos.
¡Ya te digo! Es esa fragancia que brota de solo dios sabe dónde, pero que aumenta con los días y es la que tiene inquietas a las alimañas y a los hombres. Ayer se le notaba al timonel el desasosiego por arriba de la ropa. Fue cuando advertimos mucha más vegetación de largas y estrechas hojas, como lenguas de pájaro, avanzando a nuestro encuentro y que tanto se parecen a las que crecen en los riachuelos, allá, de donde partimos. Los gritos de asombro me trajeron a cubierta para ver a un enorme cangrejo rojo, vivo y aferrado a unas ramitas con hojas carnosas y lo que parecen ser algunas frutillas. Llegaba sus tenazas bien clavadas al matojo, como si en ello le fuera la vida. Lo hice sacar y lo guardé en un cubo con agua. Nuestro dibujante lo plasmó en su libro, así como las plantas que arriamos a cubierta.
Estas ultimas semanas fueron desesperantes. Hace algunos días que vimos un garjao y un rabo de junco, aves que nunca se apartan de tierra cuando más veinticinco leguas. Esto no calmó a la gente, aunque fuera una buena señal. Por el contrario, les hizo pensar que navegamos en círculos. Todo porque advertimos a flote un trozo de mástil de una nao, tal vez de unos ciento veinte toneles. Nadie esperaba restos de naufragio por estos lares. Eso hizo que los marineros se desesperaran, algunos de ellos protestaran y pidieran a gritos virar en redondo. Me impuse a los más bribones y se callaron, pero enseguida noté que el timonel gobernaba mal, y se formaban grupillos donde se cuchicheaba y no se trabajaba. El navío estuvo un rato decayendo sobre la cuarta del nordeste. Esto me provocó tal acceso de cólera que agarré a un par de los más haraganes y los hice azotar.
Algo me dice que lo que está por venir poco tiene que ver con las aves costeras ni con los maderos flotantes. Ellos no son más que pequeñas señales, avisos escurridizos, piezas de un juego de ajedrez que está jugando Dios. Es un presentimiento, que cada vez se hace más certeza de que frente a nosotros hay algo que va a sobrepasarnos a todos, que nos hará sentirnos minúsculos, insignificantes, nada.
Pero hoy es diferente. El silencio no lo rompió el torpe del andaluz con sus aspavientos, sino las aves. Toda la noche se oyeron pasar pájaros. No eran alcatraces ni pardelas, sino otros que jamás he escuchado o visto. Sus graznidos eran de otro mundo. Dos o tres pajaritos de colores muy vivos llegaron al amanecer. Son aves de tierra, hermosas e inocentes. Se posaron cantando en las jarcias y en la baranda del timonel. No nos temían. Me acerqué a ellos y ni siquiera se movieron, sino que siguieron llenando el aire con sus trinos. Después, cuando el sol comenzó a levantarse, desaparecieron.
El andaluz vino con una vasija, y me la presenta sin decir nada. Yo levanto las cejas inquisitivo y él me dice:
–Meta usted mi señor su mano en esta agua –dice mientras hunde en ella su dedo índice y del medio como hacen los catadores de aceite en los mercados–, hágalo usted, por el amor de dios.
Yo me quedo mirándolo. Él entiende y se va, regresando enseguida con el mismo recipiente, pero con agua recién sacada del mar.
–¿Y?
Entonces la pruebo y me quedo estupefacto. Esta agua no es tan salada como la nuestra. Esta agua… parece venir de las fuentes del maná. Solo el altísimo sabrá que quiere decirme con esto. Por eso murmuro:
–¡Dios mío!
Aunque, ahora percibo algo que no noté en el primer momento. Son los colores. Aquí el cielo que Dios nos regaló es diferente. Casi no hay nubes y el agua es tan oscura que parece brea y el cielo es de un púrpura intenso, que hace ver al sol más dorado y a la niebla matutina más densa. Pensando en esto escucho que algo golpea con fuerza el casco y corro a ver qué es. El andaluz me pisa los talones. Ambos quedamos boquiabiertos. Es un trozo de leño delgado y muy negro cargado de escaramujos.
Me encierro en mi camarote para hacer anotaciones con la cabeza llena de imágenes que no sé como describir. La que más se me aferra es la de la bandada de aves rosáceas de amplias alas sobrevolando nuestras cabezas. Nadie más que al imbécil del andaluz se le ocurre comparar lo que ocurre con la entrada al reino del maligno. Solo nuestro Dios en su inmensa sabiduría y misericordia, puede crear tanta belleza. Reviso la carta una y otra vez. No termino de decidirme en qué dirección tomar, pero no puedo dejar traslucir mis dudas delante de la tripulación.
Al sol puesto, me decido a comer algo por primera vez en el día. Entonces escucho un disparo de cañón y alguien grita que pidamos albricias. Me sacudo incrédulo, pero miro al horizonte y si mi vista no me falla, la línea irregular y delgada que veo nacer de entre la bruma es tierra firme. El andaluz se para delante de mi, con los ojos alocados con los brazos abiertos y sacudiéndose en un baile frenético como el de los títeres de feria. Mis piernas no me sostienen y caigo de rodillas. Levanto mis brazos al cielo y doy gracias a nuestro Señor. El andaluz más que ora, grita su Gloria in excelsis Deo al viento.
Pasan gran multitud de aves desde Norte al Sudoeste.
Que el Señor sea piadoso con nosotros a partir de hoy.
Berlín, 04/04/19
–¡Levántese, levántese usted, que tiene que ver esto!
Su mano húmeda y temblorosa me trasmitió lo que mis ojos no veían. Algo grande estaba pasando y tenía que estar ahora mismo arriba, para vivirlo.
Cuando subí a cubierta el golpe de aire me sacudió. Una ráfaga de viento tibio, como el del verano que era imposible tener, me despeinó y arrancó una sonrisa loca de los labios cuarteados de mi ayudante. Negando con la cabeza, exclamo:
–¡No puede ser!
Lo que parece ser el lomo de una ballena asoma del agua que brilla como si estuviera cubierta de cristales, para perderse otra vez en ella sin provocar el menor ruido. La aparición me clava al suelo. La boca se me seca. Manchones de un glauco oscuro que nunca antes vi, flotan a nuestro alrededor. Trozos de madera ennegrecida y brillante y ramas de arboles con hojas de formas nuevas son arrastrados a nuestro paso.
Él, entrecerrando los ojos, con un hilo de baba corriéndole en dirección a la enmarañada barba:
–Nos acercamos a las puertas del infierno, mi señor…
Lo miro fijo a sus ojos desbordados por la más profunda certeza y le respondo:
–No digas sandeces, andaluz.
Él baja la cabeza y siento como me lanza una mirada sesgada. Me da igual, ahora mismo tengo que luchar contra algo más fuerte que su resentimiento.
Ese aroma. ¡No hay otro igual! Mi olfato se esfuerza por identificarlo con algo conocido, pero es imposible en estos lugares y horas. Solo tengo una referencia y a ella me aferro. Sé que es octubre, pero huele a abril. O por lo menos es a lo que más me recuerda. El mes de abril en mi tierra, donde las flores desatan su lujuria y los abejorros negros zumban alocados empolvorados de polen amarillo.
Si no estuviera en el océano diría que es un río lo que recorro. El aire es dulce y fluye a rachas suaves como una caricia. Ayer en la tarde, cuando el sol se ahogaba rojo en el mar magenta, hice sacar del agua un puñado de hierba de un verde desesperado que llegó empujada por la corriente hasta nosotros y que no sé de donde viene. Es como si hubiera nacido de la nada. Porque estamos en el medio de la nada… La olí y me estremecí. Su perfume exótico se impuso al de la sal marina. Era sobrecogedor. Lloré.
Después me sorprendió el silencio. Parece que el tiempo se detuvo. Es un silencio ilusorio, porque no se escucha voz alguna. Los pasos de los marineros de guardia, no hacen gemir a las tablas de cubierta, pero el resto del maderamen cruje, las jarcias suspiran y por primera vez escucho a las ratas nerviosas removerse en sus escondijos.
¡Ya te digo! Es esa fragancia que brota de solo dios sabe dónde, pero que aumenta con los días y es la que tiene inquietas a las alimañas y a los hombres. Ayer se le notaba al timonel el desasosiego por arriba de la ropa. Fue cuando advertimos mucha más vegetación de largas y estrechas hojas, como lenguas de pájaro, avanzando a nuestro encuentro y que tanto se parecen a las que crecen en los riachuelos, allá, de donde partimos. Los gritos de asombro me trajeron a cubierta para ver a un enorme cangrejo rojo, vivo y aferrado a unas ramitas con hojas carnosas y lo que parecen ser algunas frutillas. Llegaba sus tenazas bien clavadas al matojo, como si en ello le fuera la vida. Lo hice sacar y lo guardé en un cubo con agua. Nuestro dibujante lo plasmó en su libro, así como las plantas que arriamos a cubierta.
Estas ultimas semanas fueron desesperantes. Hace algunos días que vimos un garjao y un rabo de junco, aves que nunca se apartan de tierra cuando más veinticinco leguas. Esto no calmó a la gente, aunque fuera una buena señal. Por el contrario, les hizo pensar que navegamos en círculos. Todo porque advertimos a flote un trozo de mástil de una nao, tal vez de unos ciento veinte toneles. Nadie esperaba restos de naufragio por estos lares. Eso hizo que los marineros se desesperaran, algunos de ellos protestaran y pidieran a gritos virar en redondo. Me impuse a los más bribones y se callaron, pero enseguida noté que el timonel gobernaba mal, y se formaban grupillos donde se cuchicheaba y no se trabajaba. El navío estuvo un rato decayendo sobre la cuarta del nordeste. Esto me provocó tal acceso de cólera que agarré a un par de los más haraganes y los hice azotar.
Algo me dice que lo que está por venir poco tiene que ver con las aves costeras ni con los maderos flotantes. Ellos no son más que pequeñas señales, avisos escurridizos, piezas de un juego de ajedrez que está jugando Dios. Es un presentimiento, que cada vez se hace más certeza de que frente a nosotros hay algo que va a sobrepasarnos a todos, que nos hará sentirnos minúsculos, insignificantes, nada.
Pero hoy es diferente. El silencio no lo rompió el torpe del andaluz con sus aspavientos, sino las aves. Toda la noche se oyeron pasar pájaros. No eran alcatraces ni pardelas, sino otros que jamás he escuchado o visto. Sus graznidos eran de otro mundo. Dos o tres pajaritos de colores muy vivos llegaron al amanecer. Son aves de tierra, hermosas e inocentes. Se posaron cantando en las jarcias y en la baranda del timonel. No nos temían. Me acerqué a ellos y ni siquiera se movieron, sino que siguieron llenando el aire con sus trinos. Después, cuando el sol comenzó a levantarse, desaparecieron.
El andaluz vino con una vasija, y me la presenta sin decir nada. Yo levanto las cejas inquisitivo y él me dice:
–Meta usted mi señor su mano en esta agua –dice mientras hunde en ella su dedo índice y del medio como hacen los catadores de aceite en los mercados–, hágalo usted, por el amor de dios.
Yo me quedo mirándolo. Él entiende y se va, regresando enseguida con el mismo recipiente, pero con agua recién sacada del mar.
–¿Y?
Entonces la pruebo y me quedo estupefacto. Esta agua no es tan salada como la nuestra. Esta agua… parece venir de las fuentes del maná. Solo el altísimo sabrá que quiere decirme con esto. Por eso murmuro:
–¡Dios mío!
Aunque, ahora percibo algo que no noté en el primer momento. Son los colores. Aquí el cielo que Dios nos regaló es diferente. Casi no hay nubes y el agua es tan oscura que parece brea y el cielo es de un púrpura intenso, que hace ver al sol más dorado y a la niebla matutina más densa. Pensando en esto escucho que algo golpea con fuerza el casco y corro a ver qué es. El andaluz me pisa los talones. Ambos quedamos boquiabiertos. Es un trozo de leño delgado y muy negro cargado de escaramujos.
Me encierro en mi camarote para hacer anotaciones con la cabeza llena de imágenes que no sé como describir. La que más se me aferra es la de la bandada de aves rosáceas de amplias alas sobrevolando nuestras cabezas. Nadie más que al imbécil del andaluz se le ocurre comparar lo que ocurre con la entrada al reino del maligno. Solo nuestro Dios en su inmensa sabiduría y misericordia, puede crear tanta belleza. Reviso la carta una y otra vez. No termino de decidirme en qué dirección tomar, pero no puedo dejar traslucir mis dudas delante de la tripulación.
Al sol puesto, me decido a comer algo por primera vez en el día. Entonces escucho un disparo de cañón y alguien grita que pidamos albricias. Me sacudo incrédulo, pero miro al horizonte y si mi vista no me falla, la línea irregular y delgada que veo nacer de entre la bruma es tierra firme. El andaluz se para delante de mi, con los ojos alocados con los brazos abiertos y sacudiéndose en un baile frenético como el de los títeres de feria. Mis piernas no me sostienen y caigo de rodillas. Levanto mis brazos al cielo y doy gracias a nuestro Señor. El andaluz más que ora, grita su Gloria in excelsis Deo al viento.
Pasan gran multitud de aves desde Norte al Sudoeste.
Que el Señor sea piadoso con nosotros a partir de hoy.
Berlín, 04/04/19